Al abrir la puerta espero ver el cabello tricolor musicalizado con un cascabel al cuello y los ronroneos inventados de la gata saltando sobre el respaldo del sillón para decirme ¡Bienvenido! Pero la sorpresa es notar su ausencia ¿En la cocina quizás? Tampoco. El único lugar posible es la caja con los gatos recién nacidos, seguramente los amamanta mientras los acicala con su lengua rasposa y con olor a pescado. Tampoco, la caja esta vacía y no hay rastros felinos en las cercanías, ni siquiera el aturdido Kero-Jack está merodeante como lo suele hacer siempre en su mundo mareado y desaseado. Esperaba tanto verla, de todos los habitantes de la casa soy el único hombre, ella lo sabe, y me siente y me trata diferente. Saluda a todos siempre cordial encantada de recibir visitas en su casa, elegante en su porte y con la madurez propia de una gran señora que no tiene reparos en ser madre soltera, pues en su raza es cosa natural, y conmigo es una alegría mayor. Sabe que nadie la acaricia como yo, y disfruta cada tallada en su cabeza y su barbilla, a veces simplemente es dormir a los pies de la cama, como aquella otra vez que estuve fuera por un par de semanas que para ella parecieron años, y se acurrucó a mi lado desde la noche a la mañana. Si fuera por ella se quedaría así para siempre, pero siempre un maullido débil y corto la distrae de los placeres femenino-felinos cambiándola a modo maternal, y parte con velocidad a ver qué peligro atroz corren sus mini bestias. Es una buena madre, no de las que se jactan con mentiras acerca de cosas que jamás hicieron, sino de las que en silencio procuran con hechos dar lo que falte, llevando cicatrices y marchitando la belleza, porque el precio es poco y su vida no se pierde, solo traspasa un poco más a las cuatro peludas viditas que ella engendró: dos machitos rubios con blanco, y una parejita (machito y hembrita) de colores negro y blanco.
Al salir al patio por fin la veo orgullosa, sentada al sol con sus crías, bolas cabezonas que retozan a ratos llenas de energía, a ratos llenas de sueño y flojera, que encuentran en la siesta bajo los rayos cálidos de una tarde primaveral la felicidad perfecta que conocimos cuando éramos niños y no había preocupaciones, ni futuro, ni amores, donde la existencia sin sentido era deleite y no el agrio vacío que es ahora. La alegría de verme es tal que rompe el protocolo maternal y se acerca a pasearse entre mis piernas, y solo pienso en las criaturitas desordenadas por el patio, mi desaprobación es inmediata ¡Los gatos están muy chicos para estar afuera! Y casi puedo escucharlos decir a coro que ya tienen aproximadamente un mes, y casi los escucho ponerse a cantar un rap que dice así:
"Somos gatos chicos,
gatos chicos chicos,
chicos pero grandes,
no gatos picantes"
A pesar de que para esos mocosos tal demostración es indicio inequívoco de madurez e independencia, los hechos hablan por si mismos, pues apenas su madre se acerca ruegan por lechita y algún cariñito regalón que le demuestre a los otros quién es el favorito de la mamá. Entre mordiscos y chupetones ansiosos hay uno, el machito blanquinegro, que abandona el hambre de leche por uno mayor, el de aventura, y dejando a esos "penrrejos mamones" se va caminando a lo desconocido, y a la lejana distancia de medio metro de su madre se detiene arrogante para estirar su pata tiesa y lamerse mientras dice "yo me baño solo, porque soy ñiño grande. Mis hermanos son puros penrrejos"
Sigo sin entender cómo llegaron a ahí, quién los sacó de la caja y los dejó sin supervisión en el patio, donde nadie podría saber si les llegara a pasar algo. Cuando pregunto quién fue el de la idea recibo la respuesta menos esperada: la gata los sacó, los tomó uno por uno y los fue dejando afuera, cada vez que toman a los gatos y los ponen en la caja ella los vuelve a tomar la mañana siguiente y los saca al patio. No demoro mucho en entender porqué lo hace, la miro a sus ojos color de miel y conociendo su manera de ser entiendo porqué lo hace. Yo pensé que ella no sabía, pero no solamente sabe lo que sucedió, tampoco lo olvida. Al igual que yo tampoco lo olvido.
Upi era mi regalón. Blanquinegro y juguetón decía las cosas más hilarantes y cuerdas que jamás oí, pero que por pena ya olvidé. Un domingo en la noche mi mamá me llama desde la cocina, y porfiado como soy respondo de mala gana solo para ser reprendido y obligado a salir de mi dormitorio. Mi abuela llora en la cocina, mi mamá trata de consolarla y hacerla callar para no alertar a mi hermana menor del triste accidente: en su voluminoso descuido o la desatención que produce la vejez o la falta de costumbre en romper la costumbre de no mirar primero, pisó a Upi en las costillas, el pobre esta reventado en el suelo e intentando respirar entre sangre y aire. Veo sin querer creer lo que esta sucediendo, no es necesario algún grado académico para saber que esta muriendo sin remedio y que la agonía es muy grande para alguien tan pequeñito ¿Y qué puedo hacer? Hace meses que me convencí de mi inutilidad para cualquier cosa que sea importante, soy el maestro de lo trivial e intrascendente, pero a fin de cuentas un bueno para nada. Quizás es posible acortar su angustia, porque sufrir no tiene sentido si el precio del dolor no es suficiente para cambiar su destino. Los gatos son flexibles, así que tengo que aplicar más fuerza, más torque, y más velocidad en el tirón para quebrarle el cuello e intercambiar su descanso por mi pena. Una bocanada de sangre salió de sus pulmones a través de su boca, manchándome las manos con el rojo que todavía me parecía falso, un mal chiste, una broma sin humor. Le pido a mi otra hermana que lo ponga en una bolsa y que limpie el suelo. Ya terminé. Ahora quiero consuelo, uno de esos extraños consuelos que sean reprimenda, que justifiquen la basura que siento por dentro, o tal vez un abrazo. Patéticamente hago lo que acostumbro en estos casos, tomo el teléfono y marco, no hay respuesta así que marco otra vez. Después de un rato intentando la llamada entra, me descargo pero no recibo mucho aliento, un mínimo "que pena" seguido de un más triste "hiciste lo correcto". No necesito pactos ocultistas para saber que no le interesa, para saber donde está, para saber con quien está. Creo que fue ese día cuando entendí, cuando de verdad decidí que tenía que "hacer lo correcto" conmigo mismo. Entendí el afán de la gata en alejar a sus crías del peligro de los pies humanos, y lo confirmé cuando ese día lluvioso que no la dejaron salir al patio tomó a sus pequeños y los puso sobre las sillas del comedor, en grupos de dos para reducir la posibilidad de que cayeran al suelo. Ella entendió que puede haber daños irreparables, mortales, producidos por accidente, y son accidentes porque los culpables no tuvieron la intención de hacer el daño que hicieron. Ella entendió que la única diferencia entre delito y accidente es solamente la intención, porque no culpó a nadie, pero tampoco olvidó. Me pregunto si me recordará también, si se parará sobre el sillón en las tardes para esperarme y darme la bienvenida, si recordará esa tarde en que la acaricié por última vez y me fui para nunca más volver.